Grischa,
chiquillo regordete, de dos años y ocho meses, pasea con su niñera, por la alameda. Lleva
abriguito, una bufanda, un gran gorro de pieles, y botas de abrigo. Tiene calor
y los rayos del alegre sol de abril le dan directamente sobre los ojos, pelliscándole
los párpados. Toda su figurita torpe y su andar inseguro y tímido expresan el
mayor asombro.
Hasta
ahora Grischa conocía tan sólo un mundo compuesto por cuatro rincones, en uno
de los cuales estaba su cama, en otro el baúl de la niñera, en el tercero una silla y en el cuarto una lamparita
ardiendo ante la imagen. Mirando debajo de la cama, se veía una muñeca con el
brazo roto, y un tambor, y detrás del baúl de la niñera, infinidad de cosas variadas..., carretes de hilo, papeles,
una caja sin tapa y un payaso roto. De este mundo forman parte, además de la niñera y de Grischa, mamá y el gato.
Mamá se parece a una muñeca y el gato a la chaqueta de papá, sólo que esta
última no tiene ojos ni rabo. La puerta del mundo llamada cuarto de los niños
abre sobre el espacio en que se come y se toma el té. Allí está la silla de
patas altas de Grischa y un reloj colgado, que al parecer no tiene más objeto
que mover el péndulo y sonar. Del comedor puede pasarse a la habitación en la
que hay butacas de color rojo.
Aquí,
sobre el tapiz, resalta oscura una mancha por la que Grischa hasta ahora ha
sido siempre amenazado con el dedo. Detrás de esta habitación hay otra en la
que no le dejan entrar y por la que entra y sale de prisa papá, una personalidad
en sumo grado enigmática.
A niñera y a mamá se las comprende...,
visten a Grischa, le dan de comer y le acuestan..., pero papá..., ¿para qué
existe papá?..., no se sabe. Hay allí otra personalidad también enigmática; la
tía que regaló a Grischa el tambor. Ésta, tan pronto aparece como desaparece.
¿Adónde
se va? Grischa ha mirado muchas veces detrás de la cama, detrás del baúl,
debajo del diván..., pero nada, no estaba allí. En este nuevo mundo en el que
el sol pica los ojos, hay tantos papás, tantas mamás y tantas tías, que uno no
sabe sobre quién precipitarse corriendo. Pero lo más asombroso y estúpido de
todo son los caballos.
Grischa
mira cómo mueven las patas y no comprende nada. Mira también a la niñera para que ésta le saque de su
perplejidad, pero la niñera
calla.
De
pronto suenan unas terribles pisadas... Por la alameda, directamente hacia él,
avanza un pelotón de soldados con rostros rojos y palos debajo del brazo.
Grischa, a quien el espanto ha dejado frío, mira a la niñera con ésta interrogación en los ojos:
« ¿Hay
peligro?...», pero niñera ni
llora, ni se echa a correr, lo cual quiere decir que no hay peligro. Grischa
sigue con la vista a los soldados y se pone a andar al compás de ellos cuando
dos grandes galgos, con largos hocicos, lenguas colgantes y retorcidos rabos,
atraviesan corriendo la alameda. Grischa piensa que también él tiene que
correr, y corre tras ellos.
— ¡Para!
—le grita la niñera, cogiéndole
bruscamente por los hombros—. ¿Adonde vas? ¡Las travesuras no se te permiten!
Sentada
junto a un puesto de naranjas, de pequeña altura, hay otra niñera. Grischa pasa por delante de
ella y, sin decir nada, coge una naranja.
— ¿Qué
haces? —dice su acompañante dándole un manotazo y quitándole la naranja—
¡Tonto!
Ahora le
gustaría mucho a Grischa coger un cristalito que está a sus pies y que brilla
como la lamparita, pero tiene miedo de otro manotazo.
—Le
presento mis respetos —oye decir de pronto, Grischa, casi en su mismo oído, a
una voz fuerte y profunda.
Junto a
él ve a un hombre alto, con unos botones relucientes.
Para su
contento, este hombre tiende la mano a la niñera y se detiene a conversar con ella. El refulgir del sol,
el estrépito de los carruajes, los caballos, los botones relucientes, ¡todo
ello es tan asombrosamente nuevo y terrible, que el alma de Grischa se llena de
deleite y Grischa empieza a reír!
— ¡Vamos!
¡Vamos! —dice al hombre de los botones relucientes tirándole del faldón.
— ¡Vamos!
—insiste Grischa.
—Es que
le gustaría que estuvieran también aquí su papá, su mamá y el gato..., solo que
la lengua no se lo deja decir...
Un rato
después, niñera tuerce por la
alameda y hace entrar a
Grischa
en un gran patio en el que todavía hay nieve.
Acompañados
del hombre de los botones relucientes, sortean los charcos y los montones de
nieve, y tras de subir por una sucia y oscura escalera, entran en una
habitación. Aquí hay mucho humo y huele a asado. Una mujer en pie junto al
fogón fríe algo. La cocinera y
la niñera se abrazan.
Ambas y
el hombre se sientan en un banco y se ponen a hablar en voz baja. Como Grischa
está tan abrigado, siente calor y un sofoco insoportables.
« ¿Por
qué será?», piensa, dirigiendo la vista a todos lados.
Ve el
oscuro techo, el fogón que le mira con su grande y negro agujero.
— ¡Maaá...,
maaá!... —lloriquea.
— ¡Bueno,
bueno!... —dice la niñera—
¡Espera un poco, que ya vamos!
La
cocinera coloca encima de la mesa una botella, tres copas y un pastel. Las dos mujeres y el hombre
de los botones relucientes chocan los vasos y beben. El hombre abraza tan
pronto a la niñera como a la
cocinera. Luego los tres se ponen a cantar a media voz.
Grischa
se empina hacia el pastel, del
que le dan un pedacito.
Mientras
lo come, mira como bebe la niñera.
También tiene sed.
— ¡Dame!...
¡Dame, niñera!... —pide.
La
cocinera le da a beber un poco de su copa y Grischa abre mucho los ojos, hace
gestos de desagrado, tose y agita los brazos durante largo rato. La cocinera le
mira y se ríe.
Al
volver a casa, Grischa empieza a contar a mamá, a las paredes y a la cama,
dónde ha estado y lo que ha visto. No habla tanto con la lengua como con la
cara y las manos. Explica cómo brilla el sol, cómo corren los caballos, cómo
mira el terrible fogón y como bebe la cocinera...
Por la
noche no puede dormirse. Los soldados, los palos, los grandes galgos, los
caballos, el cristalito, el puesto de naranjas, los relucientes botones...
¡Todo se agolpa dentro de su cabeza, oprime sus sienes y le hace dar vueltas de
un lado a otro, charlando sin cesar, hasta que, por fin, sin poder reprimir ya
su excitación, rompe a llorar.
— ¡Pero
si tiene fiebre! —dice mamá, poniéndole la palma de la mano en la frente— ¿Qué
le ha podido ocurrir?
— ¡Fogón!
—llora Grischa— ¡Vete de aquí, fogón!...
—Seguramente
es que ha comido demasiado —dice mamá.
Y
Grischa, repleto de todas las impresiones de su nueva y desconocida vida,
recibe de manos de mamá una cucharada de aceite de ricino.
Anton Chejov - 1886